La cabeza aún le regía, pero estaba débil. Cada día más débil. Sólo le mantenían vivo ya sus rutinas. Leer el calendario que le regaló su hija – hace ya casi un año –, ver la televisión, pasear un rato por los corredores que no están restringidos. Pararse, mirar la carretera. Fijarse un poco en sus compañeros y compañeras, muchos en silla de ruedas. Imaginarse cómo habrían sido de jóvenes. De alguna compañera, llegó a enamorarse retrospectivamente. Así mataba el tiempo. ¿Cuántas semanas llevaban sin visitas? ¿O eran meses? Después de cenar, tenía que ordenar el pastillero para el día siguiente; ésa era su tarea más delicada. Requería una gran atención y responsabilidad. Afortunadamente, el coronavirus no había entrado en la residencia.